Quien se acerca a Schoenstatt por vez primera, de inmediato se encuentra con la realidad de la Capillita, del Santuario.
Basta ser un poco observador para detectar allí algo central del Movimiento, más aún, en el corazón de Schoenstatt. ¿Por qué? La respuesta es sencilla y profunda a la vez: porque a partir del 18 de octubre de 1914, la Santísima Virgen María ha querido vincularse allí de modo particular. De esa manera el Santuario de Schoenstatt se convierte en punto de enlace entre la tierra y el cielo: en lugar donde convergen la acción divina y la colaboración humana. Allí somos acogidos y desde allí somos enviados; allí vamos a pedir, pero también a ofrecer.
Más que explicar el Santuario, se trata de conocerlo a partir de la propia experiencia. Pero entremos, y contemplemos en silencio su interior. Encima del Tabernáculo vemos la imagen de Nuestra Señora de Schoenstatt, con el Niño en brazos. María no aparece sola, sino con Cristo, su Hijo, indisolublemente unida a Él. Vemos la Cruz, vemos el Tabernáculo.
Las leyes de siempre: donde está María, se hace presente el Señor Jesús. Esto es una característica central del Schoenstatt: por ser un movimiento profundamente mariano, por eso mismo se centra tan profundamente en Cristo.
Aquí tenemos los dos puntos claves de la Redención: la cruz de Cristo (o Cristo en la cruz) y la imagen de María; el gran don de Dios Padre a los hombres, y la criatura humana que responde plenamente a sus designios y a su plan de salvación.
Concédeme entregar a los pueblos,
como el signo de redención,
tu cruz, Jesucristo, y tu imagen, María.
¡Qué nadie separe lo uno de lo otro,
pues en su plan de amor el Padre los concibió como unidad!
Así reza una oración compuesta por el Padre Kentenich en el campo de concentración de Dachau.
Desde los comienzos, el Santuario de Schoenstatt se caracterizó como lugar de un marcado culto eucarístico. Allí nació la guardia eucarística ante el Señor. Allí nació la adoración perpetua al Santísimo, que el Instituto de las Hermanas de María ha mantenido en forma ininterrumpida, día y noche, durante más de setenta y cinco años. De allí nacieron, en diferentes países y en diversas comunidades de la Familia de Schoenstatt, los círculos de adoración.
El símbolo del Padre
Encima de la imagen de Nuestra Señora de Schoenstatt, un símbolo hace presente al Padre, a su Divina Providencia. Es el así llamado “ojo del Padre”. Los ojos de una persona, cuán decidores son.
El ojo vigila, el ojo ausculta, el ojo penetra, el ojo transmite. La mirada del Padre es una mirada que protege, que cuida, pronta a ayudar y no a castigar. La mirada, los ojos del Padre son ojos de misericordia y de bondad. El símbolo del Padre nos habla del carácter fuertemente patrocéntrico de la espiritualidad de Schoenstatt.
El símbolo del Espíritu Santo
Muy cerca de este símbolo, encontramos otro: una paloma que representa al Espíritu Santo. Son simplemente leyes del plan de Dios, leyes de la vida cristiana: la Virgen María conduce todo el amor que le damos a Cristo; nos da una creciente sensibilidad frente al Espíritu Santo, nos ayuda a conocer al Padre.
En una palabra, María nos lleva a la Santísima Trinidad. Estamos ante el núcleo de la espiritualidad de Schoenstatt, expresada en esta brevísima oración:
“Únenos en santa tri-unidad,
y así caminaremos en el Espíritu Santo
hacia el Padre” (P. Kentenich).
San Pedro, San Pablo, San Miguel, San José, San Vicente Pallotti
Pero hay otros símbolos. Debajo del cuadro central, divisamos las figuras de dos apóstoles: San Pedro, con las llaves, y San Pablo, con la espada en la mano. Ambos nos hacen presente a la Iglesia de Cristo; ambos, en cierto sentido, representan al Colegio de los Apóstoles. Ambos nos recuerdan el rol de María en el misterio de la Iglesia; María como modelo, y, a la vez, Madre de la Iglesia.
A la izquierda del altar, San Miguel Arcángel, venciendo al Dragón. San Miguel, a cuyo honor estaba dedicada la capillita antes del 18 de octubre de 1914, aparece como el gran luchador de la causa de Dios (Miguel significa: “¿quién como Dios?”).
El Dragón es símbolo del Maligno, del Demonio, del “poder de las tinieblas”. Este signo nos hace tomar renovada conciencia de que en la historia humana, también en la historia de cada individuo, existen fuerzas invisibles en lucha: por una parte, las divinas, y por la otra, las demoníacas.
Realidades olvidadas hoy por muchos, o para las cuales millones de hombres no tienen más sensibilidad, porque su fe se ha debilitado o está muerta. La presencia del Dragón nos hace pensar en la misión que la Virgen María tiene en esta lucha, esbozada tanto en el Génesis como en el Libro del Apocalipsis. María, la Vencedora de la Serpiente; María, la Aplastadora de la Serpiente. Vemos la estatua de San José.
No podía faltar, en un Santuario mariano, la persona del Patrono Universal de la Iglesia, el esposo de la Virgen María. Y en el lado opuesto, una imagen de San Vicente Palloti, precursor de la Acción Católica; santo canonizado por el Papa Juan XXIII el 20 de enero de 1963; inspirador y pionero del proyecto de una Confederación Apostólica Universal que Schoenstatt ha asumido como uno de sus objetivos (“Danos fe en Schoenstatt y en Palotti y que este signo de unidad nadie nos lo arrebate”. P. Kentenich).